¿Podría ganarle a un oso grizzly?

¿Podría ganarle a un oso grizzly?

Es una pregunta que se cuela en la mente con la sutileza de un tren descarrilado. Ahí está, parado frente a ti, el epítome de la fuerza bruta, la masa muscular que se desplaza con una gracia aterradora. Y tú, con tus dos piernas flacas y tu cerebro supuestamente superior, te preguntas: ¿Podría?

Es el tipo de pensamiento que surge en la quietud de la noche, cuando el mundo duerme y tu mente decide correr maratones. Es el razonamiento masculino en su forma más cruda, la simpleza de un circuito que conecta testosterona con ego, con un cortocircuito en la lógica.

Porque, claro, hay historias. Leyendas urbanas de hombres que han enfrentado lo imposible y han salido victoriosos. Son los relatos que se susurran en bares y se exageran en fogatas, donde el hombre se convierte en mito, y el mito, en manual de instrucciones.

Pero, ¿qué es lo que nos lleva a considerar estos desafíos? ¿Qué es lo que nos hace mirar al abismo y sonreír, como si supiéramos un secreto que el propio abismo ignora? Tal vez sea la misma razón por la que escalamos montañas, o nos lanzamos en paracaídas, o pedimos esa salsa extra picante que promete dolor. Porque en el juego de la vida, el hombre a veces siente la necesidad de subir la apuesta, de probar que puede, de desafiar al universo con una sonrisa temeraria.

Y así, con cada historia de supervivencia contra todo pronóstico, el mito crece. Se alimenta de la adrenalina y la imprudencia, de la gloria que viene con la victoria y la lección que debería venir con la derrota. Porque sí, a veces se gana. Se conquista al oso, se domina la montaña, se sobrevive al calor del chile. Pero otras veces, muchas veces, se pierde. Y es en la pérdida donde deberíamos encontrar la sabiduría.

Entonces, ¿podrías ganarle a un oso grizzly? La respuesta no importa tanto como el hecho de que te lo preguntas. Porque en esa pregunta hay una búsqueda, una sed de algo más grande que nosotros mismos. Y quizás, solo quizás, en esa búsqueda está la verdadera victoria, la que no se mide en cicatrices o trofeos, sino en el conocimiento de que hay límites que están para respetarse, y que la verdadera fuerza no siempre está en los músculos, sino en la capacidad de conocerlos y, a veces, en la sabiduría de no ponerlos a prueba.

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